Su aspecto dejaba mucho que desear. De piel morena, pelo crespo y desgreñado, vestido rojo desteñido, ojeras profundas, labios gruesos y una mirada triste. No pasaba los 25 años, estaba sentada frente a mí sin decir una palabra, con la cabeza inclinada a su derecha mirando al piso.
Yo la miraba perplejo.
En mi trabajo como coach tengo claro que lo mejor que puedo hacer, en este tipo de casos, es generar un acompañamiento que le permita a la persona sentir que no está sola, hay alguien que, a pesar de no decir nada, está ahí interactuando con su campo energético en una actitud de comprensión.
Con una entonación cercana a su tristeza, le pregunte:
—Cuéntame ¿qué te pasa?
No hizo el más leve gesto a mi pregunta. Me aseguré que me hubiese escuchado, pero era como si no valiese la pena responder ¡Para qué molestarse, si nada iba a cambiar! Una desesperanza en la que trataba de ahorrar la poca energía que le quedaba evitando cualquier movimiento.
Me concentré en relajarme, enfoqué mi atención en mis fosas nasales, al momento en que el aire las roza al inspirar, luego fui consciente de la sensación de soltar todos mis músculos al expirar. Tenía que alcanzarla, a través del silencio que nos cobijaba, para lograr que activara sus recursos.
La aceptación y la empatía fueron los protagonistas en este proceso. Desencadené una lucha interna por no juzgarla ni criticarla, poder aceptarla tal como ella se presentaba ante mí. También sabía que semejante tristeza se había convertido en la barrera emocional que le cerraba la puerta a cualquier interacción social. Debía construir la empatía, parecerme un poco a ella tanto emocional como corporalmente. Todo mi cuerpo le hablaba, el largo silencio nos facilitaba la conexión…
Permanecimos en silencio por un lapso de 45 minutos… De pronto levantó la cabeza, me miró, hizo un pequeño movimiento en los labios, que interpreté como una leve sonrisa, se incorporó de su silla y se dirigió a la puerta. Antes de salir, se gira y me dice:
—¡Gracias por escucharme!